Ingmar Bergman, una aproximación
Con motivo de la 50 edición del Festival de Cannes, Ingmar Bergman fue galardonado con la Palma honorífica según votación encomendada a varios cineastas de todo el mundo. Con este galardón se pretendía premiar al mejor director de cine de todos los tiempos. Pretender elegir al mejor director de todos los tiempos puede parecer algo presuntuoso, pero lo cierto es que el cine de Bergman tiene algo de especial, y ese algo fue posiblemente lo que hizo que el citado premio recayese sobre él.
Ningún cine como el de Bergman ha suscitado tantos comentarios y beneplácitos respecto a la importancia de los temas tratados y a la solemnidad de las reflexiones que proponen: la vida, la muerte, la religión, el amor, el suicidio, la vejez, la desintegración del matrimonio, éstos y alguno otro más son los temas sobre los que sus películas vuelven una y otra vez. Bergman dirige su mirada sobre esos seres incapacitados para el amor y la comunicación y por tanto, condenados a ocultar siempre sus sentimientos tras una máscara cuya opacidad sólo puede conducirles a la neurosis y a la muerte.
Las películas de Bergman plantean el eterno conflicto subyacente en todos los filósofos existencialistas, es decir, el ser y el existir. La preocupación existencialista imperante en la Europa de los años 40 y 50 afectó profundamente a Bergman. El tema de la existencia entendida como atributo primero y único del ser humano, la responsabilidad con uno mismo la búsqueda de la propia autenticidad y la angustia provocada por la falta de respuestas acabó convirtiéndose en su sello de presentación. Al igual que los existencialistas, Bergman interpreta las relaciones humanas como un infierno cotidiano donde los hombres se atormentan mutuamente.
A Bergman le basta con que uno de sus actores-máscara mire fijamente a la cámara para que el espectador quede desarmado y cautivo, engullido por la confusión de la ficción y puesto en evidencia como testigo de una acción o comportamiento capaz de mostrar la miseria humana sin filtros ni aderezos, al desnudo.
El cine de Bergman nos introduce en los más recónditos laberintos de los sentimientos humanos y en la complejidad de la existencia, temas fundamentales sobre los que transita toda su obra. A Bergman le basta con que uno de sus actores-máscara mire fijamente a la cámara para que el espectador quede desarmado y cautivo, engullido por la confusión de la ficción y puesto en evidencia como testigo de una acción o comportamiento capaz de mostrar la miseria humana sin filtros ni aderezos, al desnudo. Ésto se plasma en películas como Juegos de Verano y Un Verano con Mónica donde la mirada de los protagonistas rebota en la superficie del espejo o cristal y arrastra al espectador en su caída; en Fresas Salvajes, donde Victor Sjostrom perfora la fina capa que separa el presente del pasado y nos invita a convertirnos en avergonzados voyeurs de sus propios recuerdos, en Los Comulgantes, donde Ingrid Thulin desnuda ásperamente sus sentimientos mirando a la cámara durante la lectura de una carta; en Pasión, donde los actores hablan a la cámara para explicar sus personajes, un desdoblamiento que provoca un gran malestar respecto a su verdadera personalidad. Y, sobre todo, en Gritos y Susurros, donde nos muestra la agonía de una mujer de manera frontal, como un espectáculo hermoso pero también repugnante en su impudor. Nunca como en esta película el dolor humano se ha representado en una pantalla con tal ausencia de retórica, con una fuerza tan brutal y perturbadora, el sudor, los gritos, la soledad, la impotencia, todas estas escenas están plasmadas con un realismo que casi se puede palpar, y nunca como en el cine de Bergman la aparente falta de adorno de los grandes temas de la existencia ha alcanzado tal grado de verdad.
No obstante también hay que decir que el cine de Bergman desde sus comienzos se vio atacado por un sector de público y críticos de cine argumentando que Bergman aborda siempre sus temas con la prepotencia del erudito que habla a su rebaño desde el púlpito, y que no da solución a los problemas que plantea, dejando al espectador confuso y perdido. Pero la finalidad de cualquier obra de arte no es dar soluciones, lo que tiene que hacer es plantear el problema a suficiente profundidad y dejar abiertas, o abrir, perspectivas, posibilidades y salidas para que cada cual reflexione y saque sus propias conclusiones.
Juan Martín Camacho