Amor de Michael Haneke
"A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en un mismo ataúd". (Alphonse de Lamartine)
Georges (Jean-Louis Trintignant) y Anne (Emmanuelle Riva) forman un matrimonio de ancianos que vive en su acogedor apartamento parisino. Una mañana, mientras desayunan, Anne sufre una apoplejía que le deja graves secuelas. Su estado irá de mal en peor, pese a los cuidados y la dedicación de su marido.
En una de las escenas más hermosas y tristes de Amour, la última película de Michael Haneke, ganadora de la Palma de Oro en el pasado Festival de Cannes, el personaje al que da vida Jean Louis-Trintignant, observa, con expresión emocionada, cómo su mujer interpreta al piano una pieza de Schubert. O eso es lo que creemos, ya que, en realidad, la música procede de un CD, Georges está solo, sentado en el comedor, y Anne, postrada en su cama, se encamina hacia una agónica muerte. Porque eso es, en última instancia, el que, bajo mi punto de vista, supone el mejor (de largo) filme del cineasta germano-austríaco: un crudo, aterrador y doloroso sendero que conduce a la enfermedad y la muerte. Esa, según Shakespeare, "ignorada región cuyos confines no vuelve a traspasar viajero alguno".
Amour no es cine, sino un pedazo de cruel vida envuelta por el eterno e inconfundible halo del verdadero arte.
Partiendo de una precisa y depurada puesta en escena que recuerda, tanto por su austera concepción como por la omnipresencia en ella de elementos tales como puertas, ventanas, pasillos y sillas, a los cuadros del pintor danés Vilhelm Hammershoi, el autor de Caché nos regala el trabajo más íntimo y sentido de su carrera; una otoñal pieza de cámara a lo Bergman que parece destinada a convertirse en uno de los grandes clásicos del cine europeo de todos los tiempos. Su obra maestra.
Con la excepción de unos pocos minutos al comienzo de la cinta, la totalidad de la acción se desarrolla en el interior del apartamento. La narración es serena y extremadamente sencilla, alejada de la pretenciosidad y el efectismo que desvirtuaban algunas de las películas anteriores del director. Haneke utiliza planos largos; no poniendo ningún reparo a la hora de detener la cámara durante varios minutos para captar rostros y conversaciones. Los movimientos son siempre sutiles y el juego de plano/contraplano magistral. No hay música extradiegética, ni siquiera en los silenciosos títulos de crédito finales. Al margen de los dos protagonistas, son pocos los personajes que entran en escena, destacando el rol de Eva, la distanciada hija del matrimonio a la que interpreta Isabelle Huppert.
Las composiciones de Jean Louis-Trintignant y Emmanuelle Riva son de las más extraordinarias y veraces que yo haya podido contemplar en una pantalla de celuloide. Descarnadas en su desnudo realismo. Y es que Amour no es cine, sino un pedazo de cruel vida envuelta por el eterno e inconfundible halo del verdadero arte.
Ricardo Pérez.