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Cómo me hice director. Sergei M. Eisenstein

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Esto pasaba hace tiempo. Hace treinta años. Pero lo recuerdo como si fuese ayer. Quiero decir: la historia de mi primer contacto con el arte.
Dos impresiones directas, dos sacudidas han decidido mi destino a este respecto.
Primero Turandot, en la puesta en escena de Comisarzhevski (gira del teatro Neziobin en Riga, en 1913).
El teatro iba a convertirse para mí, a partir de entonces, en objeto de desvelos privilegiados y arrebatos furiosos.
En esta etapa, sin ninguna intención todavía de dedicarme personalmente al teatro, me preparaba honestamente a seguir los senderos paternos —la carrera de ingeniero de obras públicas— y me ocupaba en ello desde mis años más jóvenes.
El segundo impacto, éste aplastante, definitivo, que cristalizó mi determinación implícita de abandonar la ingeniería para «consagrarme» al arte, fue Mascarade, en el ex-teatro Alexandra.
Más adelante, he agradecido al destino el haberme infligido este choque en el momento en que había ya pasado la totalidad de mis exámenes de matemáticas, comprendido el cálculo integral y diferencial, del que actualmente —y lo mismo para las otras ramas— no me acuerdo de nada.
Sin embargo, gracias a esta disciplina se formó mi gusto por el pensamiento racional, mi amor por la exactitud «matemática» y la precisión.
Salido de la Escuela de Ingeniería en el remolino de la guerra civil, quemé inmediatamente las naves del pasado.
No fue a la Escuela a donde regresé: con la cabeza baja me lancé hacia el teatro.
En el primer teatro obrero del Proletkult. Primero como decorador. Mascarade, obra de M. Y. Lermontov (1814-1841).
Después como director.
Y, a continuación, siempre con la misma gente y por primera vez en mi vida, como director de cine.
Aquí no está lo esencial.
Lo esencial es que mi atracción hacia la misteriosa carrera denominada arte era invencible, glotona, insaciable. Ningún sacrificio me asustaba.
Para ir a Moscú, me inscribí en la sección de lenguas orientales de la Academia del Estado Mayor General. Gracias a ello domino un millar de palabras japonesas y descifro varios centenares de jeroglíficos extravagantes.
La Academia no sólo es Moscú, sino la posibilidad de conocer el Oriente, de sumergirme en la fuente primera de la «magia» del arte, indisolublemente ligada para mí al Japón y China.
¡Cuántas noches de insomnio pasadas en profundizar las palabras de una lengua desconocida, que no tiene nada en común con nuestras familiares lenguas de Europa!
¡Qué sutiles trucos empleados en ayuda de mi memoria!
Senaka: la espalda.
¡Ah! sí: Senaka: Séneca.
A la mañana siguiente, verifico la eficacia del truco. Releo mi cuaderno ocultando con una mano la columna de palabras japonesas.
¿La espalda? ¿La espalda? ¿La espalda?
Eschine, ¡seguro! Y así siempre...
Una lengua diabólicamente complicada.
Falto al principio de puntos de referencia fonéticos de las lenguas que conocemos. Y, sobre todo, porque el tipo de pensamiento que construye la frase difiere totalmente del de nuestras lenguas europeas.
Lo más difícil no es acordarse de las palabras. Es alcanzar este itinerario del pensamiento, extraordinario para nosotros, en el que se organizan los sesgos del discurso, la estructura de las proposiciones, la agrupación de palabras, su representación gráfica.
Más tarde, he agradecido al destino por haberme hecho tomar contacto, a costa de tantas dificultades, con los modos de pensamiento y de escritura de las venerables lenguas del Este. Pues es lo extraordinario de este modo de pensar lo que me ha ayudado luego a captar la naturaleza del montaje. Y a haberme dado cuenta de que era el itinerario normal de una lógica afectiva interna, diferente de lo que llamamos lógica, que me ha ayudado a orientarme en los filones más secretos del método de mi arte. Volveré sobre este punto.
Mi primer arrebato se había convertido en mi primer amor.
Un amor atormentado, no solamente furioso, sino trágico.

 

El director alemán Hans Richter (izqda), Sergei Eisenstein (centro)  y el artista estadounidense Man Ray, Paris 1929



La imagen de Isaac Newton reflexionando sobre la caída de una manzana y extrayendo de ella todo un mundo de deducciones, de conclusiones y de leyes, siempre me ha fascinado; fascinado hasta el punto de que he recompensado al mismo Alexander Newsky con una manzana semejante, obligando a este viejo héroe de antaño a tomar de un cuento popular su idea de la maniobra de la batalla de Peipus: el cuento de la comadreja y. del conejito que le narra, en el film, el maestro armero Ignacio...
En el alba de mi carrera, una manzana de este género me resultó bastante útil.
La manzana, en este caso, era el semblante redondo y rosado de un muchacho de siete años, hijo de una acomodadora del primer teatro obrero del Proletkult.
El rapaz tenía la costumbre de venir al salón de ensayos y, durante una sesión de trabajo, su rostro atisbado por un momento me sorprendió: reflejaba como un espejo todo lo que acontecía en el escenario. No solamente la mímica o las acciones de cada personaje, sino todo el conjunto a la vez.
Fue sobre todo esta simultaneidad lo que me sorprendió entonces. No puedo recordar si esta mímica imitativa del espectáculo se extendía también a los objetos inanimados, como Tolstoi señala a propósito de aquel sirviente que, cuando contaba una historia, conseguía, mediante la expresión de su rostro, hacer vivir incluso las cosas.
De todos modos, me puse a reflexionar intensamente, no ya sobre la simultaneidad de esta reproducción por el muchacho de lo que había visto, sino sobre la naturaleza del fenómeno.
El año 1920 seguía su curso.
El tranvía no funcionaba.
Había una buena caminata desde el ilustre teatro, en este Karetny Riad ( Primer Teatro de Arte de Moscú) que vio nacer tantas ideas escénicas maravillosas, hasta mi habitación glacial de Chistié Prudy. Y esto me ayudaba a meditar sobre las observaciones fugaces registradas por la memoria.

 

Una idea me vino a la mente. Primero, dominar. Después, destruir. Aprender los secretos del arte. Quitarle todos sus velos. Dominarlo. Convertirse en un maestro. ¡Después arrancar la máscara, desnudar, demoler!


Conocía la famosa fórmula de William James: No lloramos porque estamos tristes; estamos tristes porque lloramos.
La elegancia de la paradoja siempre me había encantado, y también el hecho de que de la reproducción correcta de una expresión pudiera nacer la emoción correspondiente.
Pero, si las cosas suceden así, imitando el comportamiento exterior de los personajes, entonces el muchacho debía revivir lo que los artistas sienten en el escenario, o, por lo menos, lo que tratan de expresar.
El espectador adulto imita a los actores con más discreción. Pero, por esta misma razón, debe situarse ficticiamente todavía con más intensidad —es decir, sin exteriorización material y sin acción física real— al unísono de la magnífica gama de grandeza y de egoísmo que el drama le proporciona: o bien dar de un modo ficticio libre curso a los bajos impulsos y a las inclinaciones traidoras de su naturaleza espectadora y, aún aquí, no bajo la forma de actos, sino por el juego de sentimientos reales que acompañan su complicidad ficticia con los horrores que se cometen en el escenario.
Este elemento de «simulación» era el que retenía mi atención.
Gracias al fenómeno de la «simpatía», el arte (por el momento en el caso particular del teatro) permitía pues al hombre realizar ficticiamente acciones heroicas, atravesar ficticiamente las más sublimes crisis de conciencia, ser ficticiamente generoso con Karl Moor, desembarazándose del fardo de los bajos instintos por su comunión con este personaje, convertirse en prudente con Fausto, en místico con la doncella de Orléans, en apasionado con Romeo, en patriota con el conde de Rizoor, y liberarse de todos sus problemas interiores por la amable mediación de Kareno, de Brand, de Rosmer o bien de Hamlet, príncipe de Dinamarca.
¡Pero todavía!
Este comportamiento fingido procura al espectador un placer perfectamente verdadero.
Después de Los amaneceres, de Verhaeren, se siente un héroe.
Después de El príncipe constante, de Calderón, siente que la aureola del mártir nimba su cabeza.
Después de Intriga y amor, jadea por la generosidad vivida y por la piedad hacia sí mismo.
Hacia la plaza Trubnaia (a menos que no fuera en las Puertas Sretenski) me asaltaba la fiebre.
¡Qué espantoso descubrimiento!
¡Qué horrible mecánica se disimula en el arte sacrosanto al que yo sirvo!
No es solamente la mentira.
No es solamente la estafa.
Es el veneno.
Un veneno terrible, espantoso.
Pues, en fin, cuando se está en condiciones de procurarse ficticiamente el placer ¿quién, pues, se atreverá a buscar en una realización efectiva lo que puede obtener sin desembolsar casi nada, sin moverse de una butaca de teatro, de la que se levanta con el sentimiento del placer absoluto?
Así, decía Pushkin, meditaba un joven pazguato...
De la calle Miasnitskia a las Puertas Pokrovski —he recorrido casi todos los grandes bulevares a pie— el panorama se convierte en una pesadilla.
No olvidemos que el autor tenía veintidos años.
Y que la juventud inclina hacia la hipérbole.
¡Hay que destruir esto!
¡Aniquilarlo!

 

Iván el Terrible (1944)


No sé si los mismos recuerdos caballerescos o las mismas consideraciones insuficientemente maduras eran la causa, pero un generoso apetito de asesinato, digno de Raskolnikov, me bailaba por la cabeza.
De todas partes surgía el mismo grito de caza contra el arte: supresión del «figurativo», su síntoma, por el documento bruto; de su materia por la ausencia de tema; de sus leyes por la construcción, de su misma existencia, por una reproducción concreta y real de la vida, sin el truco de las ficciones y de las fábulas.
El LEF (Abreviación de Levy Front Iskusstva (Frente Izquierdista del Arte, agrupación vanguardista de escritores y de artistas 1923—1930) reúne los temperamentos más diversos, las culturas más dispares, las razones de actuar más opuestas, en un programa común de guerra al arte.
Pero un muchacho que ni siquiera ha encontrado todavía sitio en el tope del gran expreso del arte ¿qué puede hacer, por fuerte que su voz de falsete que muda se desgañite contra el arte, institución social consagrada por los siglos?
Una idea me vino a la mente.
Primero, dominar.
Después, destruir.
Aprender los secretos del arte.
Quitarle todos sus velos.
Dominarlo.
Convertirse en un maestro.
¡Después arrancar la máscara, desnudar, demoler!
Comienza una nueva fase en nuestras relaciones: el asesino flirtea con la víctima.
Se insinúa en su confianza.
La observa, la estudia.
Como un criminal, espía su empleo del tiempo.
Estudia sus idas y venidas cotidianas.
Registra sus costumbres.
Los lugares en los que se detiene.
Las visitas que hace.
Le dirige finalmente la palabra.
Se relaciona con ella.
Incluso entra un poco en su intimidad.
Y, para no dejarse arrastrar por esta intimidad, porque el frío del cuchillo le conserva la cabeza fría, acaricia a escondidas la hoja de su estilete...
El arte y yo, así dábamos vueltas el uno alrededor del otro.
Él, arropándome, ahogándome en la profusión de sus encantos.
Yo, acariciando a hurtadillas mi puñal.
Un puñal formado por el escalpelo del análisis.
Al observar de más cerca, «esperando el último acto», para «el período transitorio», veo que la diosa destronada puede servir a «la causa común».
Llevar una diadema, no la merece.
Pero ¿por qué no le harían fregar los suelos?
Pues, en fin, el poder del arte es un don de hecho.
Y el joven Estado de proletarios, para cumplir sus tareas inmediatas, jamás tendrá demasiado poder sobre los espíritus y sobre los corazones.
He estudiado matemáticas.
Para nada, sin duda. (Que las matemáticas más tarde debieran servirme es cosa que en aquel tiempo no suponía.)
He penetrado en los jeroglíficos japoneses. ¿Para nada también?
(Entonces no veía su utilidad. Que existieran diversos sistemas de pensamiento, ya me había dado cuenta, pero sin imaginarme que un día debiera serme de gran utilidad.)
Profundicemos aún y estudiemos el método del arte.
Aquí se sabe por lo menos que la investigación puede ser de una utilidad inmediata.
Abramos de nuevo libros y cuadernos... Análisis de laboratorio... Diagramas... Tablas de Mendeleiev, leyes de Gay-Lussac y de Mariotte... Llevemos todo esto al terreno del arte...
Pero no se puede prever todo.
El joven ingeniero se pone al trabajo.
Y la cabeza le da vueltas.
En el curso de esta maniobra teórica de aproximación para sacar a la luz lo que la teoría del arte, este conocimiento nuevo, esconde en el fondo de su corazón, la bella desconocida no libra sus secretos más que cubiertos por siete velos.
¡Un océano de muselina!
¡Un auténtico traje de novia de Paquin!
Es cosa sabida: ninguna espada consigue atravesar una almohada de plumón.
¡Ningún embate atravesará este océano de muselina, incluso si se intenta con un mandoble!
Una almohada de plumón sólo puede cortarse con la navaja barbera de un yatagán oriental. Y hace falta la habilidad de un Saladino o de un Solimán.
No es un juego de niños.
La curva del yatagán simboliza el largo y tortuoso camino que hay que tomar para desvelar los secretos escondidos en el océano de muselina.
¡Tanto peor!. Todavía se es joven. Hay tiempo, todo el tiempo delante de uno...

 

De todas partes surgía el mismo grito de caza contra el arte: supresión del «figurativo», su síntoma, por el documento bruto; de su materia por la ausencia de tema; de sus leyes por la construcción, de su misma existencia, por una reproducción concreta y real de la vida, sin el truco de las ficciones y de las fábulas.



Por doquier hierve la febril, la espléndida actividad creadora de los «años veinte».
Se extiende en una demencia de jóvenes brotes, una locura de fantasmagorías, de ideas delirantes, de audacias sin freno.
Y todo esto en un deseo rabioso de traducirse en imágenes nuevas, por medios nuevos.
A despecho de los manifiestos, a pesar de que se haya proscrito la palabra «obra» para sustituirla por la de «trabajo», riéndose de «la construcción», que querría ahogar «el figurativo» entre sus dedos huesudos, la borrachera de la época engendra una obra —perfectamente: una obra!—- tras otra.
Apresado en el engranaje, el arte y su asesino potencial se acomodan provisionalmente el uno al otro, en el ambiente inolvidable, único, del período 1920-1930.
El asesino no olvida, sin embargo, asir fuertemente su daga.
En el presente caso, como ya he dicho, es el escalpelo del análisis.
Pues, no lo olvidemos, quien se aplica a la tarea de elaborar científicamente misterios y secretos es un joven ingeniero.
De las variadas disciplinas que ha recorrido le ha quedado un axioma: la ciencia comienza cuando pueden aplicarse unidades de medida al campo de la investigación.
Busquemos pues la unidad que medirá el poder del arte.
La física conoce los iones, los electrones y los neutrones.
¡El arte tendrá las «atracciones»!
Un vocablo de la técnica se ha incorporado al lenguaje corriente. Sirve para designar el acoplamiento de las piezas de las máquinas y de los elementos de una canalización.
Una palabra tan bonita: ¡El montaje! Todavía no está de moda, pero tiene todo lo necesario para ponerse en boga.
¡Vamos a por ello!
La reunión de las unidades de poder en un sistema dado tomará su nombre de estas dos palabras, de las que una viene de la industria y la otra del music-hall.
Las dos, por otra parte, sumergen sus raíces en el urbanismo y es bárbaro lo que, en aquellos años, nos atraía la urbanomanía.
Así nació el «montaje de atracciones».’
Si hubiera conocido mejor a Pavlov en aquella época, la habría llamado «teoría de los excitantes estéticos».
Hecho importante: el elemento clave era el espectador, corolariamente, era la primera tentativa para racionalizar la eficacia del arte y conducir las variantes de su poder sobre el espectador a una especie de denominador común, fueren cuales fueren su campo y la cantidad. Como consecuencia, esto iba a ahorrarnos ser pillados de improviso por las particularidades del cine sonoro; la idea debía encontrar su expresión definitiva en la teoría del montaje vertical.
Así comenzó para mí una «doble vida», en la que se conjugaban en cada instante la actividad creadora y la actividad analítica, el comentario de la obra por el análisis, y la verificación mediante la obra de mis hipótesis teóricas.
Debo igualmente a una y a otra el haber tomado conciencia de lo que hay de específico en el método del arte. Por agradables que hayan sido los logros, y dolorosos los fracasos, esto ha sido lo esencial para mí.
Desde hace años, me atormento sobre la «suma» de las lecciones que he extraído de mi práctica. No es el lugar ni el momento de hablar de ello.

 

Una palabra tan bonita: ¡El montaje! Todavía no está de moda, pero tiene todo lo necesario para ponerse en boga.

 


Pero ¿adónde fueron a parar, pues, mis intenciones asesinas? La víctima se había revelado más maligna que el asesino. En el momento en que éste creía estar acechándola, ella estaba seduciendo a su verdugo.
Le encantó, le cautivó y luego, por largo tiempo, le engulló. Resuelto a hacerme artista «a título temporal», me sumergí, con la cabeza baja, en lo que se ha convenido en llamar «obra de arte». Y bien está el fin del mundo si, vencido por la princesa que pretendía seducir, «consumido por más fuegos que los que encendía», obtengo por un día o dos el permiso de sentarme en mi despacho para anotar dos o tres pequeñas ideas sobre su secreta naturaleza.
El rodaje de El acorazado Potemkin nos había hecho paladear la auténtica borrachera de la creación. Quien ha conocido una vez este éxtasis, no consentirá jamás en renunciar a él.

 

Sergei Eisenstein. (Riga, 1898 - Moscú, 1948)

Extraído de "Eisenstein, Sergio M.: Reflexiones de un cineasta". Editorial Lumen

 

Que nuestra habilidad sea crear leyendas a partir de la disposición de las estrellas,
pero que nuestra gloria sea olvidar las leyendas y contemplar la noche limpiamente.

Leonard Cohen