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La llave. Por Massimiliano D’Onofrio

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Recuerdo, cuando era un chaval de diecinueve años recién salido de casa para la universidad, pasear con nuevos amigos por las calles renacentistas de Siena: Via Montanini, Via Camollia. Era el primer año de derecho. Llegaba la hora del aperitivo y en los bares del centro se hablaba de proyectos de viaje para el verano. Mi amiga  María Domenica, obsesivamente me decía:  “Spagna, tutto sotto il sole” “Andalucía, tierra, mar y fiesta” … todo eso me dejaba perplejo. Me parecía tan tópica esa publicidad en carteles, en revistas, en la tele; parecía todo playa, copas, toros…no me convencía, demasiado superficial. Yo prefería Francia, que identificaba con el arte, la diversión; o también Praga, Budapest… Andalucía, no. Presentada así me parecía como una vulgar feria de pueblo. Me acuerdo de esas discusiones con mi amiga en las que yo permanecía firme : Andalucía NO. Al final fuimos a Hungría.
Pero, mira por donde, la vida da muchas vueltas y con veintidos años conocí en mi amada Francia a una granadina. Increíble…si hubiera pensado solo un año antes que habría pasado un solo mes en Andalucía me habría parecido imposible, y fueron quince años viviendo allí. Nadie me hubiera podido decir que hoy soy andaluz. Me siento andaluz. Muchas veces me defino “italoandaluz”.  
Bajo el sol al que se refería esa publicidad que detestaba, descubrí que había una profunda cultura, un arte extraordinario, unos lugares increíbles y unas gentes entrañables.

 

Andalucía es el lugar, es el destino del cual yo también -como los sefardíes expulsados de ella hace más de quinientos años- he conservado la llave de mi vivienda para poder volver allí un día a pasear serenamente.


Cuando una persona pasea por el centro de Granada una tarde de otoño, por el Paseo de los Tristes respirando olores sefardíes al pie de la Alhambra, ùltimo baluarte del mundo musulmán en Europa, descubre que Granada no es un tópico. Granada es personalidad, firmeza de carácter, el encanto llevado al extremo: un pedazo de ciudad. Tomarse un vino en el Albaicín no tiene nada que envidiar a una cena en el Quartier Latin en París. El Albaicín es magia en estado puro. Una isla dentro de un lago encantado.
Sigo andando entre los árboles de la Carrera de la Virgen para llegar al Paseo del Salón, durante esas tardes de octubre cuando el frío brillante de Granada empieza a agarrarte, y el olor de castañas asadas te envuelve. De repente, una luna blanca sale por detrás de la sierra, esa luna, tan parecida a la fantástica luna toscana que ocupaba mis tardes de universitario. Y siento que estoy en casa.
Estas sensaciones ásperas como el vino de Montilla, pero relajantes como una tisana, las he vivido en otras muchas ciudades de mi Andalucía: La maravillosa Córdoba, las sorprendentes Úbeda y Baeza, la austera Ronda… Arte, cultura, música, mezcladas con olores y sabores con increíble personalidad.
Ahora, viviendo en Italia, aun siendo italiano, me siento lejos de casa. A veces, cuando paseo por esta ciudad atravesando sus preciosas calles -donde desde luego no faltan olores y sabores con mucha personalidad-, tengo que pararme, cerrar los ojos, tomar aire y mis pies vuelven a pisar Gran Vía, bajar por Reyes Católicos y me meto por Mesones para llegar a Bibarrambla y allí, en el centro, respiro otra vez el aire de mi tierra lejana, esa que tanto desprecié de joven.
Andalucía es el lugar, es el destino del cual yo también -como los sefardíes expulsados de ella hace más de quinientos años- he conservado la llave de mi vivienda para poder volver allí un día a pasear serenamente.

Massimiliano D’Onofrio ha sido profesor de Derecho Internacional Privado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Granada. Actualmente vive en Vasto, Abruzzo, Italia.

Que nuestra habilidad sea crear leyendas a partir de la disposición de las estrellas,
pero que nuestra gloria sea olvidar las leyendas y contemplar la noche limpiamente.

Leonard Cohen