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La memoria más reciente no, por favor. Por Enrique Pérez Arco

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A estas alturas de la vida, son bastantes más los años que he pasado fuera de Granada que los que allí viví. Pero nací entre sus lomas, y entre ellas pasé la infancia y parte de la juventud. Por lo tanto, a aquella tierra pertenezco.  Digo esto porque escribir después de treinta años sobre Andalucía es un atrevimiento. Mi corazón tiene un lugar para Granada, para un tiempo y una experiencia vivida, pero es dudoso el sitio que pueda quedar en el corazón para las ideas, y Andalucía no pasó de ser mucho  más que una idea y una expectativa ilusionante. Mi recuerdo es de jóvenes de mirada limpia, torpe e ingenua. Era el principio de los ochenta y, cuando empezaba todo, yo me fui a trabajar a Madrid con 21 años. Allí estuve casi treinta; ahora vivo en Navarra. No sé si en todo este tiempo Andalucía, por encima de todas sus andalucias, desde el discurso fácil de los políticos, habrá podido llegar al corazón de las gentes. Pero lo que yo pueda decir forzosamente tiene que ir por ahí, tiene que ser desde lo que el corazón pueda echar de menos.
Nuestros padres, hijos de la guerra civil, vivieron tiempos de sumisión y  dependencia.  Aquella economía histórica e interesadamente latifundista, bajo la losa de la guerra y el franquismo posterior, no permitía muchas más opciones que bregar de la mejor manera posible con la vida, y  aguantar servidumbre. Por otra parte, eran muy conscientes del atraso cultural de su mundo. Ellos malamente aprendieron a leer y a escribir, y siempre echaron de menos otras maneras. Más tarde el desarrollismo de los años sesenta empezó a cambiarlo todo, y a Andalucía se le asignó el papel de exportar mano de obra.  Mientras muchos de ellos hacían las maletas, sus hijos empezamos a tener la posibilidad de unos estudios y otras expectativas.  De esta forma crecimos. Crecimos con la impronta de alejarse del campo quien pudiera. Y  vaya que si nos alejamos. Muchos de los hijos de una sociedad casi analfabeta recalaron sintomática y honrosamente en la enseñanza. Pero en aquellos comienzos, algo nos unía aún al entorno y a nuestra historia. La vida de dependencia y sumisión que habían sufrido nuestros padres, la pobreza cultural y participativa de los pueblos y la realidad hiriente de la emigración nos daba una identidad como andaluces.  Aquello nos unía, y el grito que clamaba contra esa realidad desembocó en una autonomía por la vía rápida de manera semejante a las comunidades históricas. La izquierda recibió mayoritariamente y desde el principio nuestro apoyo, porque ese clamor parecía pertenecerle.

 

Pero lo más importante es toda esa servidumbre que aún impregna hoy el mundo rural andaluz. ¿Qué necesidad tiene nadie de depender del patrón o del pequeño político de turno, o de hacer pequeñas trampas para conseguir lo que sin duda le pertenece, un sueldo mínimo?


Fue un espejismo; entre la emigración y los estudios, abandonamos los sueños. Nos alejamos del campo y de nuestra memoria como pueblo sometido y como andaluces. A estas alturas, no me siento capaz de sugerir el menor reproche al inmovilismo, la falta de iniciativa colectiva, el conformismo y la consiguiente retirada a los cuarteles de invierno del individualismo; no me siento capaz de lamentarme siquiera de toda la pobreza participativa y cultural que pueda arrastrarse aún en muchos lugares de Andalucía o del resto del país; esto dicho sin olvidar a toda esa gente que de una u otra forma sigue trabajando en la expresión de lo colectivo, a pesar de los pocos recursos y oportunidades que deja una política cultural orientada al escaparate.
 El caso es que fuimos manejados desde el principio.  Quizás eso lo sabemos, pero no sobra  recordar algún ejemplo significativo, y además ya he advertido al principio que escribo tirando del corazón. El mismo Partido comunista, al que estuve afiliado, colaboró junto con los socialistas en desactivar la histórica reclamación  del campo andaluz por la reforma agraria. La incluyeron tímidamente en los primeros momentos a modo de cebo para lograr el apoyo mayoritario al Estatuto, siendo muy conscientes de lo que hacían. Había que desactivar la utopía. Hacernos razonables y sensatos. Y esto me trae al recuerdo el verso de aquella canción de entonces “…es un hombre prudente, bien domado.” Así, como hombres prudentes, fuimos cambiando una sumisión por otra, cada cual la suya, que para todos hay.  Pero lo más importante es toda esa servidumbre que aún impregna hoy el mundo rural andaluz. ¿Qué necesidad tiene nadie de depender del patrón o del pequeño político de turno, o de hacer pequeñas trampas para conseguir lo que sin duda le pertenece, un sueldo mínimo?
Nos alejamos del trabajo duro y sin futuro del campo, vaya que si nos alejamos. Y nos alejamos de la memoria, de los sueños, de los nuestros, pero sobre todo de los que como pueblo habíamos heredado. Eso sí, vamos a conservar siempre con orgullo el bagaje de nuestros estudios, y lo podemos hacer además como homenaje a nuestros padres.  Pero me temo que de la manera en que nos fuimos alejando de todo esto, estábamos dejando atrás el principal recurso de Andalucía.

 

 

Fueron demasiados años en los que fuimos muy prudentes por miedo a perder no se sabe qué. Dejándolo todo en manos de políticos prudentes, terminamos perdiéndolo casi todo.


Madrid y Europa empezaron a dictar estrategias según sus propios intereses, los de allí arriba, y los partidos andaluces a gestionarlas como políticos prudentes, bien domados. Querían llegar a la autonomía como las nacionalidades históricas, pero durante treinta y tantos años les faltó la fuerza y el sentimiento de pueblo de vascos y catalanes para exigir recursos y políticas efectivas con altitud de miras: más allá de los necesarios apoyos coyunturales y subsidiados, podían haber intentado, durante treinta y tantos años, hacer de la agricultura y la agroindustria la base de un desarrollo estructural estable;  eso u otra cosa, algo que dignificara el trabajo en Andalucía en torno a su propia riqueza. Podían al menos haberlo peleado, pero ni siquiera lo intentaron, habían abandonado y conseguido desmontar desde el principio la temible utopía. Luego estuvieron demasiado ocupados gestionando políticas razonables; gestionando una política y una cultura de figurantes,  que no fomenta la participación y los espacios de encuentro;  y por supuesto gestionando votos.
Ahora definitivamente está todo ese tiempo perdido. El grifo del dinero se ha cerrado bruscamente. Lo único que nos queda es memoria. No me refiero a la antigua memoria de nuestros padres, que por qué no; aquella memoria que hemos escondido en no se sabe qué fibras silenciadas de nuestro interior, fascinados por nuestra suerte de hombres prudentes, bien educados, bien leídos, con un toque progre, interesante y estético de desencanto.  No me refiero a la memoria de las utopías truncadas y del posterior dolor de una guerra mal cerrada por una transición coja. Sólo estoy pensando en la memoria más reciente, la de estos últimos treinta años; treinta y tantos años que contienen el mejor grosor de toda una vida; un recorrido que justo ahora comienzan nuestros hijos; sabemos de qué manera; con nosotros ¿dónde? Fueron demasiados años en los que fuimos muy prudentes por miedo a perder no se sabe qué. Dejándolo todo en manos de políticos prudentes, terminamos perdiéndolo casi todo. Quiero pensar que la memoria no, la memoria más reciente no, por favor. No sé qué podamos hacer. Pero seguro que podemos hacer algo. El compromiso con lo colectivo, con lo que de pueblo siempre vamos a ser, nace en el corazón, que conoce lo que recibimos entonces, que espera la ocasión de darse a los que vienen detrás.


Enrique Pérez Arco
Poeta

 

Que nuestra habilidad sea crear leyendas a partir de la disposición de las estrellas,
pero que nuestra gloria sea olvidar las leyendas y contemplar la noche limpiamente.

Leonard Cohen