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cimiento nuevo, esconde en el fondo de su corazón, la
bella desconocida no libra sus secretos más que cubier-
tos por siete velos.
¡Un océano de muselina!
¡Un auténtico traje de novia de Paquin!
Es cosa sabida: ninguna espada consigue atravesar una
almohada de plumón.
¡Ningún embate atravesará este océano de muselina,
incluso si se intenta con un mandoble!
Una almohada de plumón sólo puede cortarse con la
navaja barbera de un yatagán oriental. Y hace falta la
habilidad de un Saladino o de un Solimán.
No es un juego de niños.
La curva del yatagán simboliza el largo y tortuoso
camino que hay que tomar para desvelar los secretos
escondidos en el océano de muselina.
¡Tanto peor!. Todavía se es joven. Hay tiempo, todo el
tiempo delante de uno...
Por doquier hierve la febril, la espléndida actividad
creadora de los «años veinte».
Se extiende en una demencia de jóvenes brotes, una
locura de fantasmagorías, de ideas delirantes, de auda-
cias sin freno.
Y todo esto en un deseo rabioso de traducirse en im-
ágenes nuevas, por medios nuevos.
A despecho de los manifiestos, a pesar de que se haya
proscrito la palabra «obra» para sustituirla por la de
«trabajo», riéndose de «la construcción», que querría
ahogar «el figurativo» entre sus dedos huesudos, la
borrachera de la época engendra una obra
—perfectamente: una obra!—- tras otra.
Apresado en el engranaje, el arte y su asesino potencial
se acomodan provisionalmente el uno al otro, en el
ambiente inolvidable, único, del período 1920-1930.
El asesino no olvida, sin embargo, asir fuertemente su
daga.
En el presente caso, como ya he dicho, es el escalpelo del
análisis.
Pues, no lo olvidemos, quien se aplica a la tarea de
elaborar científicamente misterios y secretos es un joven
ingeniero.
De las variadas disciplinas que ha recorrido le ha que-
dado un axioma: la ciencia comienza cuando pueden
aplicarse unidades de medida al campo de la investi-
gación.
Busquemos pues la unidad que medirá el poder del arte.
La física conoce los iones, los electrones y los neutrones.
¡El arte tendrá las «atracciones»!
Un vocablo de la técnica se ha incorporado al lenguaje
corriente. Sirve para designar el acoplamiento de las
piezas de las máquinas y de los elementos de una
canalización.
Una palabra tan bonita: ¡El montaje! Todavía no está de
moda, pero tiene todo lo necesario para ponerse en boga.
¡Vamos a por ello!
La reunión de las unidades de poder en un sistema dado
tomará su nombre de estas dos palabras, de las que una
viene de la industria y la otra del music-hall.
Las dos, por otra parte, sumergen sus raíces en el
urbanismo y es bárbaro lo que, en aquellos años, nos
atraía la urbanomanía.
Así nació el «montaje de atracciones».’
Si hubiera conocido mejor a Pavlov en aquella época, la
habría llamado «teoría de los excitantes estéticos».
Hecho importante: el elemento clave era el espectador,
corolariamente, era la primera tentativa para racionalizar
la eficacia del arte y conducir las variantes de su poder
sobre el espectador a una especie de denominador
común, fueren cuales fueren su campo y la cantidad.
Como consecuencia, esto iba a ahorrarnos ser pillados de
improviso por las particularidades del cine sonoro; la
idea debía encontrar su expresión definitiva en la teoría
del montaje vertical.
Así comenzó para mí una «doble vida», en la que se
conjugaban en cada instante la actividad creadora y la
actividad analítica, el comentario de la obra por el
análisis, y la verificación mediante la obra de mis hipóte-
sis teóricas.
Debo igualmente a una y a otra el haber tomado con-
ciencia de lo que hay de específico en el método del arte.
Por agradables que hayan sido los logros, y dolorosos los
fracasos, esto ha sido lo esencial para mí.
Desde hace años, me atormento sobre la «suma» de las
lecciones que he extraído de mi práctica. No es el lugar
ni el momento de hablar de ello.
Pero ¿adónde fueron a parar, pues, mis intenciones
asesinas? La víctima se había revelado más maligna que
el asesino. En el momento en que éste creía estar
acechándola, ella estaba seduciendo a su verdugo.
Le encantó, le cautivó y luego, por largo tiempo, le
engulló. Resuelto a hacerme artista «a título temporal»,
me sumergí, con la cabeza baja, en lo que se ha conve-
nido en llamar «obra de arte». Y bien está el fin del
mundo si, vencido por la princesa que pretendía seducir,
«consumido por más fuegos que los que encendía»,
obtengo por un día o dos el permiso de sentarme en mi
despacho para anotar dos o tres pequeñas ideas sobre su
secreta naturaleza.
El rodaje de El acorazado Potemkin nos había hecho
paladear la auténtica borrachera de la creación. Quien ha
conocido una vez este éxtasis, no consentirá jamás en
renunciar a él.
Sergei Eisenstein. (Riga, 1898 - Moscú, 1948)
Extraído de “Eisenstein, Sergio M.: Reflexiones de un cine-
asta”. Editorial Lumen