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recompensado al
mismo Alexander
Newsky con una
manzana seme-
jante, obligando
a este viejo héroe
de antaño a tomar
de un cuento
popular su idea
de la maniobra de la batalla de Peipus: el cuento de
la comadreja y. del conejito que
le narra, en el film, el maestro armero Ignacio...
En el alba de mi carrera, una manzana de este género
me resultó bastante útil.
La manzana, en este caso, era el semblante redondo y
rosado de un muchacho de siete años, hijo de una aco-
modadora del primer teatro obrero del Proletkult.
El rapaz tenía la costumbre de venir al salón de ensayos
y, durante una sesión de trabajo, su rostro atisbado por
un momento me sorprendió: reflejaba como un espejo
todo lo que acontecía en el escenario. No solamente la
mímica o las acciones de cada personaje, sino todo el
conjunto a la vez.
Fue sobre todo esta simultaneidad lo que me sorprendió
entonces. No puedo recordar si esta mímica imita-
tiva del espectáculo se extendía también a los objetos
inanimados, como Tolstoi señala a propósito de aquel
sirviente que, cuando contaba una historia, conseguía,
mediante la expresión de su rostro, hacer vivir incluso
las cosas.
De todos modos, me puse a reflexionar intensamente,
no ya sobre la simultaneidad de esta reproducción por
el muchacho de lo que había visto, sino sobre la natu-
raleza del fenómeno.
El año 1920 seguía su curso. El tranvía no funcionaba.
Había una buena caminata desde el ilustre teatro, en
este Karetny Riad ( Primer Teatro de Arte de Moscú)
que vio nacer tantas ideas escénicas maravillosas,
hasta mi habitación glacial de Chistié Prudy. Y esto
me ayudaba a meditar sobre las observaciones fugaces
registradas por la memoria.
Conocía la famosa fórmula de William James: No
lloramos porque estamos tristes; estamos tristes porque
lloramos.
La elegancia de la paradoja siempre me había encan-
tado, y también el hecho de que de la reproducción
correcta de una expresión pudiera nacer la emoción
correspondiente.
Pero, si las cosas suceden así, imitando el
comportamiento exterior de los personajes, entonces el
muchacho debía revivir lo que los artistas sienten en el
escenario, o, por lo menos, lo que tratan de expresar.
El espectador adulto imita a los actores con más
discreción. Pero, por esta misma razón, debe situarse
ficticiamente todavía con más intensidad —es decir,
sin exteriorización material y sin acción física real— al
unísono de la magnífica gama de grandeza y de ego-
ísmo que el drama le proporciona: o bien dar de un
modo ficticio libre curso a los bajos impulsos y a las
inclinaciones traidoras de su naturaleza espectadora y,
aún aquí, no bajo la forma de actos, sino por el juego
de sentimientos reales que acompañan su complicidad
ficticia con los horrores que se cometen en el escenario.
Este elemento de «simulación» era el que retenía mi
atención.
Gracias al fenómeno de la «simpatía», el arte (por el
momento en el caso particular del teatro) permitía
pues al hombre realizar ficticiamente acciones heroi-
cas, atravesar ficticiamente las más sublimes crisis de
conciencia, ser ficticiamente generoso con Karl Moor,
desembarazándose del fardo de los bajos instintos por
su comunión con este personaje, convertirse en pru-
dente con Fausto, en místico con la doncella de Orléans,
en apasionado con Romeo, en patriota con el conde de
Rizoor, y liberarse de todos sus problemas interiores por
07
El director alemán
Hans Richter
(izqda), Sergei
Eisenstein (centro)
y el artista estadou-
nidense Man Ray,
Paris 1929