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“Creo en el hombre...” así comienza “Fidelidad”
de Blas de Otero, inmenso poema que musicaste
en el disco del mismo título. En una sociedad -en
su mayoría- indolente y resignada, ¿Se puede seguir
creyendo en el hombre?
Creo que es lo único en lo que podemos creer.
Saramago decía que si hay una revolución en la que
cree es la de la bondad, y en eso entra, por supuesto, el
ser humano.
Cuando tenía dieciocho años, lo que aprendía
no era solo que íbamos a hacer la revolución, sino
que íbamos a ser capaces de cambiar al hombre, de
desaprender lo que nos habían obligado a ser.
Desde todo lo que representaba a nivel represivo la
enseñanza de la religión (que influía en nuestro
pensamiento, en nuestra sexualidad, en nuestras
vidas), hasta la libertad de pensamiento y la libertad
de palabra. Es la única esperanza que tenemos.
Es en los peores momentos cuando más clara se ve
la capacidad del ser humano de sacar lo mejor de sí.
En estos años de crisis vemos cómo son los propios
ciudadanos los que crean redes de ayuda alimentaria,
de solidaridad con el que va a ser desahuciado; son los
ciudadanos los que toman la calle en mareas de todo
tipo para que no nos aplasten.
Creo que es en eso en lo que podemos creer, porque
lo demás es palabrería. Sobre todo desde el lado más
pragmático de la política que al final es la mentira. Nos
quieren sujetos pasivos y no ciudadanos libres.
Llevábamos años en que nos teníamos que tapar la
nariz para votar entre lo malo y lo peor. Hoy día se
abren otras posibilidades y otras formas de exigencia
para que el político vuelva a asumir el papel para el
que fue elegido. El político se ha profesionalizado y se
ha olvidado de por qué llegó ahí. Y muchos de ellos
cuando eran jóvenes tenían ideas maravillosas, pero
se han dejado pudrir. Y en esa podredumbre que sube
por nuestros pies es en lo que estamos todavía.
Tienen los músicos una suerte de vida trashu-
mante, la libertad plena del que se encuentra en
un continuo viaje a ninguna parte. En 2003 ruedas
“Escenariomóvil”, documental dirigido porMontxo
Armendáriz que relata una gira de conciertos que
realizaste por pueblos de Extremadura. ¿Qué nos
puedes contar de esa experiencia?
Cuando llega la autonomía a Extremadura, dos
personas que pertenecían a un grupo de teatro se
inventan unos camiones que llegan en verano a las
plazas de los pueblos y se convierten en un escenario
móvil. Ese proyecto lleva ya funcionando treinta años,
y yo todos los veranos tuve presencia en ese proyecto.
Cuando mis niños eran pequeños, en mi pueblo mon-
taba el cuartel y acabábamos viviendo dos meses en
Extremadura. Era un ejercicio de humildad, porque
llegas a una aldea, cantas junto al cementerio o en la
plaza del pueblo, rodeado de bares, con ochenta niños
corriendo y viejitos con la garrota que no sabes si les
estás gustando o no. Es un sitio difícil de torear pero al
mismo tiempo interesante.
Un día le cuento a Montxo el proyecto y se queda
fascinado. Un par de años más tarde me propuso
hacer el documental. Elegimos los pueblos más
bonitos y planteamos la idea principal del documental:
Contar la realidad de la Extremadura de final del Siglo
XX. Una Extremadura polémica porque incluía Las
Hurdes, que arrastraba la historia negra de la película
de Buñuel y que ha permanecido en el tiempo hasta
hoy. En los años setenta era impensable que nadie se
acercase por las calles de Las Hurdes con una cámara
porque la gente reaccionaba mal. Se habían sentido
dolidos, maltratados, aunque esa era su realidad y la
película fue una denuncia de la incomunicación y la
miseria del campesinado.
El documental “Escenario Móvil” resultó una
experiencia bonita, siempre quedará ahí para el
recuerdo.
Llevas años reivindicando la copla, que al igual
que el flamenco, sufrió unos años de enorme
desprestigio. ¿se ha sido injusto con esos géneros a
causa de prejuicios ideológicos?
Yo los he tenido. Con siete años era un niño de
copla, era “Joselito”. Tenía la misma voz de pito que
él. Era mi ídolo junto con Marisol, Farina...lo que
escuchaba por la radio o cantaba mi padre en el campo
cuando araba la tierra.
La primera vez que salí de mi casa solo en
Madrid fue a comprarme una partitura de piano a la
Unión Musical de la Carrera de san Jerónimo, porque
participaba en un concurso de Radio España cantando
una canción de Manolo Escobar. A los catorce años
me pongo a trabajar y me empieza a cambiar la voz, y
ya pensé que no iba a ser cantante. Con quince años
me compro mi primera guitarra y llego a la canción
a través de la política. En el barrio había curas obre-
ros y seminaristas, uno de ellos tocaba la guitarra y
con él aprendí los primeros acordes; empecé a cantar
canciones de Atahualpa Yupanqui en la misa de
jóvenes de mi barrio y también cosas de Paco Ibáñez.