Joyce, indignado y furioso, abandonaría poco
después Irlanda, jamás volvió.
En el momento de su publicación, los cuentos
tuvieron escaso éxito, apenas doscientos ejemplares
llegaron a venderse en los primeros meses. Mu-
chos de los personajes de Dublineses aparecerían
posteriormente en la novela fundamental de Joyce,
“Ulises”.
Las hermanas, Un encuentro, Araby, Eveline, Después
de la carrera, Dos galanes, La casa de huéspedes, Una
nubecilla, Duplicados, Polvo y ceniza, Un triste caso,
Efemérides en el comité, Una madre, A mayor gracia de
Dios, y Los muertos
son los quince relatos que com-
ponen el libro.
Cualquier excusa es buena para volver a ese Dublin
de principios del siglo XX, y asistir a las peripecias
de Jimmy Doyle, Little Chandler, Farrington o Gabriel
Conroy, el melancólico protagonista de “Los muertos”,
el relato que cierra el libro; maravillosa reflexión sobre
el amor, la decepción y el sinsentido de la existencia.
Es obligado recordar en este momento la adaptación
al cine que ese irlandés de Nevada (Missouri) que fue
John Huston realizó de este cuento y que supuso su
monumental testamento cinematográfico. El lamento
final de Gabriel junto a la ventana, mientras cae la
nieve y la noche en el valle, es uno de los instantes
más sobrecogedores de la historia del cine.
Unos toquecitos en el cristal lo hicieron volverse a la
ventana. Otra vez había empezado a nevar. Soñoliento,
se fijó en los copos, plata y sombra, cayendo oblicuos
contra la farola. Le había llegado el momento de en-
caminarse al Oeste. Sí, los periódicos tenían razón: la
nieve caía por toda Irlanda. Caía por toda la oscura
llanura central, sobre las colinas desnudas; caía suave-
mente sobre la Marisma de Allen y, más hacia el oeste,
suave caía sobre las oscuras olas amotinadas del Shan-
non. Caía también en la colina del cementerio solitario
en que yacía enterrado Michael Furey. Se amontonaba
espesa sobre las cruces y lápidas torcidas, en las lanzas
de la pequeña verja, sobre los espinos resecos. Su alma
fue desvaneciéndose mientras oía caer la nieve tenue-
mente por todo el universo, y tenuemente caer, como el
descenso de un último ocaso, sobre todos los vivos y los
muertos.
Fragmento de “Los muertos”.
Primera edición de Dublineses
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