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En la hora violeta, cuando los ojos y la espalda
se levantan de la mesa,
cuando el motor humano aguarda
como un taxi resollando en espera,
yo, Tiresias, aunque ciego, resollando entre dos vidas,
viejo con arrugados pechos de mujer,
puedo ver en la hora violeta,
la hora del atardecer que se afana hacia casa,
y a casa devuelve del mar al marinero,
a casa la secretaria para el té, que prepara el desayuno,
enciende el fogón y saca comida en conserva.
En la ventana se tienden peligrosas
sus combinaciones, secándose con el último sol,
se apilan en el diván (cama, de noche)
medias, zapatillas, camisas y sujetadores.
Yo, Tiresias, viejo de arrugadas tetas,
contemplé la escena, y predije el resto
-aguardaba también al huésped anunciado.
Fragmento de ““El sermón del fuego”. La tierra baldía
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